Permítanme, en primer lugar, presentarme. Identidad: persona de sexo femenino. Extranjera hace más de treinta años en algún lugar del planeta. Inexistente en la memoria colectiva del lugar geomaterno-filial y con disfunciones culturales del lugar de origen.
Profesión: de acuerdo con las necesidades económicas, desde niñera hasta obrera en una fábrica de cajas plásticas para algún tipo de chip electrónico, pasando por profesora de lo que se define formalmente como “arte en la escuela”. Abro acá un pequeño paréntesis. Arte en la escuela, cuando dejó de ser manualidades y se transfiguró en pedagogía del quehacer libre, pero sólo sobre el espacio del papel, no fuera de él.
Vuelvo a mi presentación: Área de interés primordial: desde la prematura infancia, las artes plásticas; el arte de los artistas muertos, con títulos en negrilla en libros importados desde Barcelona o Buenos Aires y recién llegados a los trópicos del sur.
Genios de la pintura o genios de las artes, en quienes lo que se lee no se discute ni se objeta la genialidad, algo parecido a los personajes de la Biblia, leídos con fe. La fe no se discute, a los genios de la pintura, mucho menos.
Veía en las imágenes de estos libros a personajes, en su mayoría extranjeros, en paisajes tan exóticos como desconocidos. Hablaban varios idiomas, desde el ruso, como Malewich, pasando por el alemán de un Durero con mirada firme y muchos rulos, hasta El Grito, que debería haberse escuchado en el noruego de Edgard Munch. Al mismo tiempo, estos genios cobraban vida en las noticias sociales de las revistas, como Picasso y sus excentricidades, casi a la par con Salvador Dalí, que, por asistir a corrida de toros y pasear por la playa, me parecían más de carne y hueso.
Algunos nacidos antes de Cristo, otros mucho después, como Mario Merz, quien tenía la edad de mi tío Alberto. Todo esto en un curso de 180 horas, por suerte monitoreadas con diapositivas de color un tanto borroso. Borrosa se hacía también la imagen del cuadro, como de la historia. De ahí el esfuerzo por ponerse al día con los hechos y los tiempos, sin que esta deuda con la historia y la contemporaneidad se atragante en mi cuerpo, como los bichos de Hieronymus Bosch.
De repente, como de la nada, el estreno del Perro andaluz, el cuchillazo en el ojo y la angustia de no poder ver sin repetirme que es sólo un truco, por suerte, que es el cine.
Este cine con Cleopatras bellas como Liz Taylor, que tanto aparecía en las noticias de la revista Manchete, al lado Niemayer, que construía Brasilia como una ciudad escenario de Hollywood.
Pero aquí donde estoy yo, más abajo del Xingu y de las cascadas del Iguazú, no nacieron los genios de la pintura, sólo estatuas de militares de piedra tallada, agarrando su espada con puño fuerte. Ellos habrían luchado por nuestra independencia; también otros personajes milenarios, en las iglesias, habrían muerto también para salvarnos de algo aún más tenebroso: la muerte del cuerpo y del espíritu de un solo golpe.
Entre todos estos personajes, unos con botas y otros ni siquiera con zapatos, casi no había ninguna mujer. Es de imaginarse por los héroes de la patria o de la fe que todas las mujeres estarían cosiéndoles en casa los botones de sus camisas para que posen más guapos que nunca en el taller de los artistas, para la posteridad.
Aquí sólo hay el presente hipnótico de la devoración. Ser contemporáneo en los trópicos es vestirse de rey, bailar cuatro días y tres noches, gastar todo de un solo golpe sin que Wall Street colapse. Compartir todos los días con menores de edad, performistas del hambre y de la muerte. Ver a los activistas sin tierra y sin techo en tierras tan poco habitadas como el Paraíso. Soportar con dignidad la aberrante discriminación de los divos de la economía mundial cuando califican de inferiores y superiores, de buenos y malos a los otros, nosotros incluidos.
Mirar desde la última fila la superproducción de la Era de hielo, aunque en primera asistamos callados al descongelamiento real e irreversible de nuestro Illimani. Aceptar la disminución de la masa encefálica pensante por el amor a las telenovelas de la red Globo, incluyendo los noticieros.
Pero nada se compara con la maestría de los genios y el famoso “aura” del cuadro, algo así como la corona de luz pintada sobre la cabeza de los santos en las iglesias. Algo que no se ve y que más bien debería sentirse primero para ver después. Con la llegada de la fotografía, dice Walter Benjamín, habría muerto el aura del arte, pues la reproducción fotográfica de una la mataría, mataría este soplo divino.
Y como es típico de nuestra cultura matar personas, animales, plantas y todo lo que tiene vida, a Andy Warhol se le ocurrió en N.Y. reproducir “n” veces una misma imagen. Como si quisiera responder a Benjamín en inglés, repitiendo siempre una misma imagen y viviendo en N.Y., el arte continúa con aura, pero ésta pertenece no ya al cuadro, sino al artista.
Lo transforma además en divo vivo del jet set intelectual revolucionario del american way of life, con alfombra roja en Hollywood, generando un mito y éste a su vez genera la industria de la cultura enlatada, con la ventaja de ser más práctica para exportarla en grandes containers por el mundo. De ahí me imagino también que se incorporaron las grandes corporaciones con el mismo mito divino de la Nike, Motorola y General Electric.
La mejor mercancía del mundo moderno contemporáneo tiene como primer atributo la ilusión de pertenencia corporativa. El eje del bien del postmodernismo. Como el arte hoy tiene que competir con el aura de los divos de carne y hueso en el mercado globalizado, tiene nomás que igualarse con Disney World. Allí es pues donde nacen y mueren los dioses mediáticos postAuschwitz.
Pero la fotografía que mató el aura del cuadro pudo por lo menos congelar en nuestra memoria la memoria de uno mismo, antes, durante y después del parto. La contemporaneidad no sólo mata seres vivos en guerras por la paz, sino que da vida a la imagen (de la imagen imaginada), devolviendo el aura perdida de la imagen en blanco y negro, fotografiada del cuadro pintado a colores.
La contemporaneidad es tan real en tiempo real que más parece virtual, ya que toda la imagen carga la sospecha de que pudo haber sido manipulada a través del photoshop.
En cuanto esta ideología del arte sea la de los museos, ferias y bienales, el arte de hacer arte no perderá su aura ni mucho menos sus mercados o, por último, sus artistas, ya que éstos no mueren más de hambre, sino de envidia de los que, sin ser los genios del arte, logran hablar como dioses en las entrevistas de YouTube.
Con la memoria congestionada por estas doctrinas y personajes, se instala en mí la idea primigenia de “El arte de la civilización occidental moderna” en los trópicos del sur. A tal punto es la perfección de esta ilusión que me es difícil creer que es una mentira de la verdad transmitida por los medios de comunicación de masas, ahora en tiempo real.
La contemporaneidad es algo así como la endoscopia de tus residuos gástrico-biliares, festejados en las cajas blancas: las galerías, al mismo tiempo que el médico-galerista firma tu defunción. La postmodernidad acepta a los que la escupen, ofreciendo la otra mejilla para que se incorporen a ella. Así pueden criticarla desde adentro, con toda la intimidad posible estando ya en la red. Ésta sí que no nos es posible ignorar, por el amor propio a la notoriedad, ya que no hay más posteridad.
Todo fluye en la postmodernidad, todo se desintegra en pixeles de la imagen de una imagen, de lo que podría ser el yo que me mira a través de la luz.
Estar en la pantalla de la post-modernidad es el nuevo sueño americano, que alcanzó con éxito la globalización y unificación de los internautas. Traer las huellas del primer astronauta a mi propia casa, pero, sobre todo, dejar mis propias huellas en el Facebook. Como en nuestra cultura nos gusta matar, el arte también empezó a ser el verdadero killer de las emociones.