Una Historia de Soleiman

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Cuando a Soleimán el moro le preguntaron porqué cultivaba rosales blancos en las huertas que Alá bendecía durante el año entero con agua fresca de 100 vertientes y cuya pertenencia le había sido obsequiada por el mismo Hurom Al Rabin, gran Emir del tiempo, reconociendo sus contribuciones al orden y alegría del reino como cadí de la ciudad; en vez de frutas y especies exquisitas tan apreciadas en el extranjero –¿no era él acaso un sabio?– el viejo moro dijo: Prefiero cuidar una rosa por cada espíritu que segué durante mis incursiones juveniles en guerra santa, a todos los dinares que pueda obtener con los negocios que proponen.

 

Después suspiró con amargura, casi inaudible, y frente a la mirada expectante de los mercaderes añadió: “si la razón del hombre ha sido capaz de sublimar la guerra en el juego del ajedrez, no comprendo cómo la guerra prosigue”. Esto lo enfatizó elevando las manos al cielo, luego quiso proferir salmodias de paz pero su voz se quebró entre sollozos mudos y estrelló los puños al suelo. No demoró mucho en recobrar su acostumbrada serenidad y cuando se incorporó en sus vestiduras de los mercaderes no quedaba uno.
Para ellos desperdiciar esas tierras bendecidas sembrado rosas era una grosería habida cuenta de la riqueza que podrían dar.
 
Habían tratado de convencerlo para que las venda ofreciendo precios inmejorables, pero el viejo se negaba, sin duda había caído en la más obstinada de todas las locuras. Luego un sólo rumor recorría el zoco por sus cuatro esquinas: eliminar al loco que tanto daño había hecho ya preocupándose por la educación de los mandaderos, mozalbetes y ayudantes de maestranzas.
 
Anticipándose pues a la proximidad de la hora de rendir cuentas de sus actos al creador por mano de los mercaderes, Soleimán compuso una historia depositando sus esperanzas para un reverdecimiento del amor en los recuerdos de infancia, dice así:Olas Negras y Colmilludo hace largo rato jugaban naipes bajo la sombra de una palma cuando aparecieron los rastreadores cargando al muerto, venían ardidos por la sed, así que dejaron el cadáver tendido todavía lejos del campo y corrieron a beber.
 
Recién entonces fueron a traerlo nuevamente y lo arrojaron en la fosa sobre el cofre del oro, como lo había ordenado el capitán.
El ahora muerto se había fugado dos días atrás con algo del oro. Idea absurda considerando las casi 50 millas que debía recorrer junto al mar hasta el oasis más cercano. Aún así, tuvo algo de suerte. En el grupo que salió a buscarlo, iba Sandokán, hombre de confianza del capitán, pero también amigo suyo. Donde le dieron alcance, ahí mismo lo atravesó con el sable y agonizó poco, contra el deseo del resto que quería castigarlo por su crimen con horribles tormentos.
 
Fue Sandokán en persona quien entregó el botín sustraído al capitán, había malestar general en la tripulación por el acto redentor, aunque nadie tuvo valor para increparlo frontalmente. La rabia terminó cuando vieron al capitán darle solo una cachetada y gruñirle algunos insultos. De cualquier modo tuvieron que volver por el cadáver, parecía justo enterrarlo con el cofre para asegurarse buena suerte.
 
Sepultaron el muerto y al oro. La celebración y los juramentos de lealtad prosiguieron largo rato por la noche, entonces todos danzaron ebrios alrededor del fuego y el aire salobre del mar. Pero Sandokán no tomaba nada, ahora todo aquello le resultaba un acto macabro y percibió que un sentimiento nuevo fluía por sus venas, era la piedad. Luego recordó una escena de su infancia y las lágrimas corrieron por el rostro.
 
Juan Jose Anaya Giorgis
 
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