"El hombre ve bien lo que tiene, pero no lo que es."
Ludwig Wittgenstein, Observaciones, 1946.
Ser extranjero no es una condición con la que uno nace, sino en la que uno se convierte. Se adquiere el estatuto de extranjero. En cambio, en general, siempre se es de un lugar. Uno siente que pertenece al sitio donde la luz del Sol le iluminó al nacer, al rincón que contiene los caminos que transitó al crecer, a los parajes que contempló cuando abrió los ojos por primera vez. En definitiva, no hay paisaje más propio que las latitudes desde las que oteamos nuestro primer horizonte.
Todo eso queda atrás al partir. No se pierde, sencillamente queda dormido. No importa la razón que impulsa a abandonarlo todo y marchar. Quizás, del país abandonado, no se podía obtener lo que se necesitaba, tal vez tuvimos un arrebato por el deseo de habitar en otros mundos ("Mi reino no es de este mundo", pensamos). ¿Una promesa? Probablemente, si la hubo, fue incierta. Ya nada retiene al que se calza un alma de extranjero. Nada se posee, todo se abandona. ¿Todo? Todo no. Algo le acompañará inevitablemente: la mirada. Unos ojos enmarcados en una cara amarilla o iluminando una tez morena. ¡Qué más da! Lo imprescindible son los ojos con los que nos posamos sobre las cosas. Pero para ser verdaderamente extranjero hace falta haber perdido todo arraigo. Es necesario que haya transcurrido el suficiente tiempo para que uno ya no se sienta de allí, pero no tanto para que se identifique ya con lo de aquí.
Si nos detenemos un poco nos percataremos de que no hay condición más humana que la de ser extranjero, la de no pisar una tierra que nos sea propia y que podamos sentir como natural. El destino del hombre es ser un tránsito, un de aquí para allí. Por eso no hay vida más humana que la que discurre a la orilla del camino. A lo largo de él, no sólo se camina, también se duerme. Entonces, el hogar surge de las piedras que se arremolinan alrededor de un fuego que nos acompañará durante la noche. Por techo, tendremos el cielo estrellado, es decir, todo el universo. Para el extranjero todo el país cabe en la suela de un zapato. Nada hay más íntimo y personal que su desgastado calzado. Podría decirse que se esfuerza en habitar zapato.
Es la perspicacia de Pepe Puntas la que hace coincidir la mirada de un extranjero con la de un niño. Sólo a esos ojos les está permitido hacer comparecer de lo visible, lo invisible. Con trazos infantiles se pretende atrapar lo que a los autóctonos, a los adultos, siempre se nos escapa: lo esencial. El privilegio de la infancia es que la vivimos como eternos extranjeros, sorprendidos y extrañados por todo lo que nos rodea, y sin quedarnos con nada, puesto que lo valioso es jugar. Al recordarnos que "lo nuestro es pasar", Pepe Puntas está reivindicando al niño que vive en nosotros y que la estéril mirada del adulto silencia. Para nuestro pintor hay una ironía en el contraste entre la frenética necesidad de movimiento que manifiesta nuestro sistema de vida y la incapacidad de salir de nosotros mismos y realizar un verdadero cambio. Así, contemplar las obras de Pepe Puntas incita a la risa y la alegría, ya que cada pintura es como una carcajada sobre nuestras incapacidades y limitaciones. Y también es una invitación a calzarnos con el estatuto de extranjero y hacer un viaje alrededor de nuestras inconsistencias. Con él podemos exclamar: « ¡Vivan los zapatos desgastados!».
Noviembre de 2010.