Voluntades por comprender lo andino en Wiethüchter

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“¿por qué senderos me habré ido?
cambio de forma fuerzo el tejido…
Me aúno, retrocedo, huelo…”
(Blanca Wiethüchter, Poemario Qantatai)
 
Quisiera que en este ensayo prevalezca la poética y no así, la tendencia sociológica de mi formación que en muchos casos no puedo evitar desatar. Aunque es precisamente esta tensión personal la que me ha supuesto una lectura en paralelo del poemario Qantatai (1997) de Blanca Wiethüchter y un peculiar ensayo de Silvia Rivera Cusicanqui (2010 [1998]), que por el momento voy a llamar testimonial. Muy contemporáneos en su producción los textos que propongo pueden hilar un tejido multiforme y de variados colores, pues abordan desde sus lenguajes propios una interpretación del mundo andino, desde la historia, lugares, objetos, voces y las individuales formas de ser y vivir en los Andes.
 
¿Por qué mi preocupación por no permitir que la sociología le reste lugar a la poética? Podría argumentar sobre lo esquemático de una disciplina que se ha autodenominado científica y su rigor objetivista por anclar situaciones, dar nombre a procesos y más que explicar, generalizar un ámbito denominándolo como “social”; sin embargo, Rivera a través de su testimonio intelectual y sus tránsitos por diferentes registros y lenguajes, nos convida a un espacio sociológico irrestricto, que se cuestiona, se sabe cambiante y sobre todo vital. 
 
Qantatai (El Iluminado) es un quipu. Y como lenguaje visual, el código no son letras, ni palabras en sí mismas, son colores vivos, torsiones y anudamientos, cada nudo diferente del otro, a diferente distancia, con ritmo y bajo la forma de una “escalera en espiral”. El primer peldaño es saludo, agradecimiento y ofrenda, Ch’alla para pedir permiso y poder emprender un camino por la escalera, que a su vez, transita y anuda cuatro registros de expresión, el Speculum (1 y 2), la Invocación (1 y 2), el Canto (1, 2 y 3) y la Visión (1, 2, 3 y 4), todos ellos para comunicarse o dejar hablar a un yo interior, a los Achachilas, a la ciudad y la comunidad de voces. 
 
Todavía es muy cuestionada la opción metodológica en sociología de asumir una primera persona en la explicación social, evidenciar el locus de enunciación y mostrar el sesgo propio suele ser criticado como subjetivismo. Y quienes lo hacemos y nos sabemos “nudos” del quipu social, caemos en una insistencia por querer expresar a través de hormas teóricas, sensaciones y significaciones que no terminan nunca de calzar; es entonces una respiración, una alegre constatación, el refugio de la poesía o la expresión literaria que no conjura explicaciones y logra el efecto ante nosotros de aquello que nos hace sentido.
 
Voluntades por comprender “lo andino” en Wiethüchter
Las lecturas que se han hecho de Wiethüchter ingresan en un ámbito de especialización por su amplitud y profundidad, en este caso, no disculpo mi poca vastedad y sólo voy a referirme a Mónica Velásquez (2010) en su análisis del doble, o más bien del desdoblarse interno en la enunciación poética. Dicha autora, inscribe a Qantatai dentro de un período de Wiethüchter donde expresa una “poesía teñida de memoria larga que opera a través de una colectividad” y además, explica que fue pensado como una “performance con música, iluminación y rastro” (126-129).
Explica Velásquez que el “yo poético es un sitio de apariciones y de espejos donde se refracta por igual la identidad del hablante y los tiempos históricos” (131), lectura sugerente de la tensa relación entre las identidades individuales y colectivas, y la forma en que se viven ambas, dinámicamente en un contexto de adversidad histórica. 
Por su parte, Mario Murillo (2011) desde un peculiar abordaje a la poética de Wiethüchter y un “rigor emocional” que le hace, no sólo exponer sino encarnar el horizonte colonial como una herida en la identidad colectiva, construye el puente temático que da pauta a este ensayo, entre el poemario Madera viva y árbol difunto (1982) y el ensayo sociológico de Silvia Rivera sobre el mestizaje colonial andino. Se refiere a la “fractura identitaria que llevamos dentro” (159) y se permite exhibir la tentación por interpretar en la poesía un “solucionar/superar” el despojo identitario o la curación de la herida colonial. 
Si bien Murillo explica que su ensayo no pretende certezas y más bien es un dejarse interpelar personalmente, deslindando así de posturas científicamente rigurosas o ancladas en la pretensión intelectual, puedo notar como he indicado, que el encarnamiento al que se refiere corresponde a la inscripción de la herida colonial en una identidad colectiva expresada en un permanente (y tal vez homogeneizable) “todos nosotros” (157-162), no así, en una identidad individual específica (pese al apartado “Mi lugar”). No es que le esté reclamando a mi amigo, que exponga cómo vive él el colonialismo, su propio extrañamiento de la historia, el espacio y su cuerpo mismo, tampoco es que yo lo vaya a hacer; más bien, quiero hacer notar, que la crítica literaria, al igual que la sociología puede que suponga una distancia, que aunque nos duela, tenga que “despojarse” y a diferencia del Yo poético que describía Velásquez, el Yo crítico se asome sí, pueda mostrar un desenfado intelectual, elabore un solidario tránsito hacia el mundo poético en cuestión, pero el cometido de tal mundo, sólo será posible en él.
De ninguna manera creo que corresponda que el demarcar un lugar enunciativo, tenga que recaer en una personalidad específica (crítico/poeta) para interpretar una obra (poeta); aún cuando la poesía de Wiethüchter nos interpele y nos lleve a los diferentes intersticios del cómo nuestro Ser vive y se transmuta en el devenir histórico y en la conflictividad de los sucesos; podría resultar una distorsión para el lector, dado que la poeta misma como crítica, se ha referido a sus inquietudes personales plasmadas en su poesía, cabe nomás delinear lo que la poeta construye, ya sea como biografema o construcción ficcional.
Volviendo a la tematización que hace Murillo, voy a rescatar la noción de “voces lejanas” para referirse a la memoria larga de la “conquista refrenada” y la “plegaria indígena” en resistencia a la extirpación de idolatrías; y dialógicamente, a la memoria corta del “ritual aymara” que se contrapone al dolor como posibilidad de curar la herida colonial (168). Tal posibilidad es una tentativa para las analíticas, sin embargo, Murillo es claro cuando afirma “Wiethüchter no soluciona la herida” (175) y como ella, él en colectivo intentará enfrentar y hacerse parte de ella.
Hasta aquí, podría resultar simplemente sugerente la construcción que elabora Murillo respecto a las obras de Wiethüchter y Rivera, sin embargo, quisiera remitirme al prólogo que Sinclair Thomson (2010) elabora para la última compilación de ensayos de Rivera, donde además de remitirse a su vasta producción textual, documental y visual, incorpora comunicaciones personales con ella. Entre estas comunicaciones, al explicar la noción de “multitemporalidad” inspirada en la filosofía de Ernest Bloch, Thomson cita a Rivera: “…data de mi época existencialista, en que me prestaba y robaba libros de mi amiga Blanca Wiethüchter, allá por los años 80” (12). 
No es la intención mostrar este testimonio como una constatación que materializa el puente que Murillo y yo queremos ver, más bien quiero puntualizar un nudo en el quipu de este relato. No serán pues sólo Blanca y Silvia, expresando su individualidad, será un afluente, una forma de leer, un contexto histórico que coadyuve a mover los hilos escriturales, la búsqueda de palabras y el encuentro de diferentes lenguajes.
 
El lenguaje sobrepasa las palabras
Thomson en el prólogo ya referido, sintetiza el tránsito de lo textual hacia lo visual en la obra de Rivera, en la pregunta: ¿Cómo salir de la jaula de las palabras? (21). La imagen de la jaula es elocuente y también puede leerse en el ensayo testimonial sobre su historia intelectual. Tal narración adquiere una voluntad -“me deshilo memoriosa” diría Wiethüchter-, por jalar el hilo que la ha llevado a re-construir de una u otra forma la trama social de la cual tanto se cuestiona. Así, cuando indica que al “cruzar con libertad las cárceles disciplinarias para expresar mi continuidad vital” (226), ingresamos a una auto-reflexividad que permite reconocer la “fluencia y movilidad” de un pensamiento que confronta a la vez que encarna la herida colonial, permitiendo la búsqueda permanente de un estar, de un habitar la herida sin desfallecer y más bien, ubicándose en el lado afirmativo de las múltiples lesiones que devienen del horizonte colonial.
El tan reconocido trabajo de la Historia Oral es descrito como qué hacer artesanal, una auto-ubicación en la que se transita de acción: escuchar, escribir, conversar; complejizando, escribir para escuchar, escuchar para conversar, conversar para desmontar. Reconoce Rivera que el conocimiento que genera la Historia Oral es “riesgoso y abismal” (227). Entonces la escritura tiene límites, las palabras no bastan, aún el montaje como una artesanía colectiva que reconstruye procesos y sucesos históricos, adquieren la carga de las manos que escriben y no logran, expresar la subjetividad del diálogo colectivo; los testimoniantes han sido solidarios en sus relatos, las escuchantes se han identificado con los testimonios desde sus individualidades y han generado una nueva realidad en lo escrito, no así han plasmado el “encuentro” (229). 
Las palabras pues, al estabilizar las realidades, al mostrar el sesgo, aún cuando éste está calado por un “rigor emocional” (Murillo, op, cit.: 162), pueden llegar a instrumentalizarse, a convertirse en una “boca insonora” que Wiethüchter (1997) describiría en su invocación así: “¿Acaso eres cosa contenida/lengua amarrada/labios recosidos?” (27). Por eso Rivera dice que ha adquirido la costumbre de “expresar en público el repudio por [su]obra anterior” (2010:225), refiriéndose a su obra escrita y cooptada para fines oficialistas, contrarios a los cometidos con los que se realizaron originalmente.
 
Registros, formatos y nudos que hacen posible el diálogo
Velásquez identifica la figura del quipu en el poemario Qantatai y puntualiza aquellas temáticas que son abordadas, el espacio ritual, el diálogo con la historia, el lenguaje como sanación, la recuperación de la memoria larga para devolver a la ciudad la condición de comunidad y la procura del “encuentro” en el mundo andino (op. Cit.:130).  
Y también ya he afirmado, el poemario Qantatai es un quipu, que adquiere la forma de una “escalera en espiral”, por el orden en que se enuncian sus poemas, no sólo temática sino visualmente, ya que podría mostrarse así:
 
Como puede verse el quipu inicia con la Ch’alla de la ciudad, este ritual a su vez, adquiere la forma de dualidad que recobra el “encuentro” a través de algunos unificadores que hacen al tercero incluido, propio de la cosmovisión andina. Para este ritual, que es diálogo, la voz poética se construye desde la individualidad, requiere apropiarse del espacio y asienta: “La ciudad es mi casa” (15), y en su casa se ubica en lo alto, en la altura, generando un efecto de vista panorámica de nuestra Señora de La Paz. Entonces, entona un rezo, una petición colectiva que acompaña la ofrenda, “tomaremos” por un lado, “beberemos” por otro lado, siempre mostrando los pares de la visión andina; “la derecha/ con vaso de oro” por un lado y por otro lado “la izquierda/ con vaso de plata”. Los unificadores de la dualidad son la memoria histórica anclada en el Inca y los antepasados, el camino, la ciudad, nuestra Señora de La Paz. Y esta última corresponde diciendo: “tomen/beban”, y en ambos pares “para recordar de mi lado”. Ch’allar es pues bendecir la ciudad como bendecirse a sí misma y dejando asentado que la ciudad es un lugar de enunciación, donde se acuna el yo colectivo y el yo individual habita.
Como indica Velásquez Qantatai fue pensado como una “performance” (op. Cit.:129). Son diferentes los registros desde los cuales se expresarán las voces poéticas en cada uno de los poemas. Speculum es la expresión de la voz interior de una “mujer de letras” en un camino solitario marcado por la búsqueda de palabras; reminiscente, memoriosa y enfermiza de separación y muerte. La Invocación en sus dos momentos, proviene de una voz poética colectiva, llamando y extrañando el habla del “cuidador de almas”, al Achachila tal vez que si deja de contenerse podría “reponer  la cruz del sur”. Los tres Cantos pareciesen expresar un diálogo entre la comunidad –no sé precisar si de humanos o Achachilas- y tal vez Chuquiago, la ciudad debe estar alerta de los kharisiris (ladrones de grasa), debe cuidar de no “blanquear nuestro caudal/ para blanquear, digo/ nuestro tejido de color”. Digo “tal vez Chuquiago”, la ciudad, pero creo que más bien, la voz poética es la forma de la ciudad: el árbol de cuatro brazos, la cruz del sur, su reflejo en el cielo que les dice a los pobladores, comunarios o Achachilas: “En algo emponzoñado han caído/…/Sólo el hombre se obstina en amarrarse a vanos territorios”, les reclama su mudez y recomienda: “hilen la voz de adentro/ con la palabra que es afuera”. Finalmente, en las cuatro Visiones la voz poética descriptivamente, se remite -en orden- al Illimani, a los ríos que atraviesan la ciudad, a los cerros y al quipu, como objetos (no pasivos) primordiales  para el mundo andino. 
Los cuatro momentos del diálogo que inaugura la Ch’alla de la ciudad, instauran un universo espiritual y material en el que se expresan de diferente forma las conflictividades de separación, escucha, visión, habla y violencia; en diferentes registros, oral, musical, visual y dialógico, todos como nudos que posibilitan el encuentro de diferentes seres y objetos para la “reposición” del diálogo, la cruz del sur como reflejo del mundo terrestre de la gente en el cielo.
Voy a detenerme únicamente en las Visiones de la ciudad, que evocan a deidades terrestres, achachilas, ríos purificadores y cerros mundo. Podría ocurrir que dado que uno de los puntos que me interesan es cómo se expresa la voz poética en su expresar reflexivo y mutable, pareciese que estos objetos no mostrarían locución, al contrario, la posibilidad de que los objetos alcancen agencia propia y operen transformaciones  es muy posible en el mundo andino; como indica el inicio del primer canto: “la piedra también es piedra”, la identidad sea fracturada o no, también se da en los objetos andinas. La Primera Visión, y en una voz poética descriptiva, está referida al Illimani como el gran Achachila de la ciudad, que con un semblante “[a]tónito” se comunica con la ciudad “por corrientes subterráneas/que discurren del lado de la esperanza”. Y nuevamente, al interior de la escalera en espiral, otro espiral se dibuja con las palabras; “Así como es/es todo:/Dinosaurio/ abuelo/ montaña/ dinosaurio/Y otra vez montaña”, atribuyendo la totalidad del universo al gran nevado. Luego, la voz también describe un diálogo, el del “Achachila, Padre”, el Illimani con los yatiris: “Ellos,/ los poseídos por el espíritu de piedra” lo invocan y él habla a través de ellos: “[c]erca anda la sequía de las almas/ dicen, que dice”. Y el “dicen, que dice”, explica la figura del intermediario, aquel que escucha y repite, y al repetir, genera otra elocución, no sabemos si es un eco fiel del Achachila, sólo confiamos en que el diálogo se nos es transmitido.
La Segunda Visión es la de los ríos, que atraviesan la ciudad, como purificadores, ríos cargados de memoria, cuya forma de ver es el ruido de su corriente: “Ocultan una mirada que habla”. Su color es oscuro pues contienen la inmundicia de la ciudad, pero también la “montaña de papeles de seda en el alma/restos de un amor por serpentinas, tambores y banderines”; se llevan los escombros, el desecho de las fiestas. Son guardianes que se arrastran ante una “cordillera…culta… diestra” y que, en su arrastrar y en su inmundicia expresan la “pasión por el brillo”, que podría ser el oro que codician los “los gordos de esta ciudad”. En la Tercera Visión “Los cerros claman por ser mundo otra vez”, mientras que los hombres y las mujeres lloran “[s]iendo gente de otra gente”. Esta visión en particular podría remitir a la noción de lo jaqi en la integridad del poemario de Wiethüchter, que recurrentemente, se refiere al mutismo de los cerros, a la falta del diálogo, a la necesidad de reposición de sentidos a las deidades andinas. Canessa (2006) afirma la posibilidad de diálogo entre jaqis y achachilas , entonces cuando la voz en la poética de Wiethüchter dice “cerro mundo” en la Ch’alla o se refiere al clamor de los cerros por “ser mundo otra vez”, conmina a recordar que los cerros son Achachilas y las gentes son Jaqis, sólo entonces el cerro-mundo será un lugar de diálogo. Luego, la Cuarta Visión es la imagen del quipu, de una cuenta interminable, “Da cuenta/ Hila/ Anuda/Cuenta”, pero que de un momento a otro, aún siendo interminable, se torna intermitente: “El cuento… el cuento/El cuen/El cue/El/…”, y finalmente se interrumpe y queda sólo el silencio.
Siguiendo la lógica de la “escalera en espiral”, me propongo retornar desde las visiones de las cosas, los cerros y ríos, al yo individual, al Speculum que en dos momentos vive abruptamente, el silenciamiento del diálogo, la separación de las cosas, la desaparición de la cruz del sur. Tal proceso, violento y encarnado, también voy a entenderlo como la herida colonial a la que ya me he referido, a través de Murillo y Rivera.
Sin duda, la voz poética es femenina, y habla en primera persona, desde su interioridad y en un permanente reflexionar. Si bien convoca a recordar tiempos lejanos, su ubicación temporal es intensamente el presente, el instante que se vive como una “escena ardiente” que la apresa. Tal instantaneidad me remiten a la enunciación de Rivera al tener la “vaga sensación (…) de vivir en un país donde los tiempos son distintos y las edades se dan la mano” y los ejemplos de “escucha” a los que se refiere en su testimonio. La transcripción de entrevistas permitía “escuchar las voces largamente silenciadas” en voces indias de los años 20 del siglo XX, refiriéndose a los latifundistas y oligarcas criollos como españoles; o la sospecha de un campesino durante los bloqueos de caminos, de que si “habrán empezado a carnear españoles en la ciudad de La Paz” en el año 1984. 
Este anclaje existencial al presente, pero con reminiscencias sangrantes en el horizonte colonial, llevan a la voz poética de Qantatai a entonar sus reflexiones como una oración, en la que primero se cuestiona la posibilidad de “curar con adverbio y sustantivo” o “sanar con verbo de páramo”. Y refleja un perfil físico: “mujer de letras/orando”, acaso una intelectual repitiendo palabras, o tal vez,  una mujer construida de letras, organizando con su delineado una postura de oración, que posibilite el vuelo, el parche, el puente hacia un lugar, hacia la cura de alguna enfermedad. Dicha postura, no puede sino ser femenina y entregada a la gran tarea: “juntando lo que fue separado”, “tratando de encontrar palabras”, aún en la casa de reposo, aún en la convalecencia, a la espera de la muerte restauradora.
La tarea de juntar lo que fue separado, aquello que ha disgregado la herida colonial, las identidades fracturadas del tiempo, de los Achachilas, de los jaqis, de sí mismos, la tarea de restablecer puentes para nuevamente poder conversar. Así, también testimonia su emprendimiento Silvia Rivera, con la sensación de habitar entre estereotipos, pero al momento de conversar, palpar casi la posibilidad de desmontarlos, de lograr un encuentro, de hacer surgir un “nosotros”, porque el diálogo “teje puentes sobre brechas de clase, habitus cultural y generación” (op. Cit.: 227); y además, los sujetos se invaden mutuamente, transitan puentes hacia tiempos que no les son propios, y este suceso, a la muerte de los dialogantes, deja una sensación de trauma que no hace más que revelar la “inutilidad de las palabras”, pues no sanan la herida, aunque ellos ya muertos se devuelvan hacia los Achachilas y se conviertan en ancestros también. 
 
Hilar y conversar junto a nuestras ancestras
Este trajinar reflexivo y metodológico se traslada desde los efectos de la Historia Oral, no sólo al nivel del activismo, sino al nivel del efecto que tiene sobre el Yo. Efecto de un trauma, de una sensación de frustración, de no poder corresponder e invitar a que todos puedan por sí mismos, buscar el “encuentro”, ingresa a la exploración de otros registros además de la escritura. De tal forma, la contribución de la sociología de la imagen de Rivera, tiene sus basamentos en la pintura de Melchor María Mercado y el cine de Jorge Sanjinés, ambos habiendo logrado en sus registros, expresar la calidad de la ciudadanía ilusoria que propugnaba el Estado boliviano a expensas de las individualidades indias, mestizas y criollas (y extranjeras), que enferman y encarnan el “abigarramiento” social. Entonces la experiencia de la Historia Oral, bien podría expresarse en los versos de Qantatai “[r]ecoger palabras en la calle/firmes, fibrosas, de fina paja/ ¡agárralas vivas!/…/alambres de púas”, palabras, testimonios que hilan fino y que pueden “escucharse” vivas, pero que al escribirse adquieren púas que muestran que siendo tan antiguas: “manan sangre todavía” (Rivera, op. Cit.: 127). 
La opción para Rivera, recae entonces en el guión de ficción o docu-ficción, en el que el montaje, al estilo de la escritura artesanal, la puesta en escena y la metáfora, abren posibilidades reflexivas (231). Así, este mundo ficcional reconstruye la realidad con “las mutuas resonancias que crea el montaje entre imágenes diversas, a las que extrae nuevos significados”. A diferencia del texto, esta obra queda inconclusa “hasta no culminar el periplo que la devuelve a las multitudes” (233); es decir, un encuentro, un diálogo amplificado, amplio, colectivo quiero decir.
En Qantatai, la propuesta se expone de manera diferente, la sufriente búsqueda de palabras, la soledad se expresa angustiada “estoy tan sola aquí”, ahí en el meollo de una conciencia escritural que no termina de sanar las heridas, a pesar de la petición de caricias y la oración que invoca diálogo. Si bien la “mujer de letras” también transita en por diferentes sentidos “[s]in la lucidez del resplandor de la piedra/ que retorna danzando/ lo visto/ lo oído”; el refugio al parecer está en la memoria, y aquello que “hace vivir/no lo que mata”, el inicio del quipu y la petición final: “Haz nudo conmigo/ estoy tan sola aquí/ ata tus cabos a los míos”. Y la toma de acción: “selecciono colores de quipu para abrirme camino/rojo, violeta naranja/…/cambio de forma fuerzo el tejido”. La propuesta es entonces habitar el quipu, encarnarlo y anudarse, expresarse en colores, formas, nudos, caminos y así, mutar y nuevamente, conversar.
 
Bibliografía 
Canessa, Andrew (2006). Minas, mote y muñecas. Identidades e indigeneidades en Larecaja. La Paz: Editorial Mamahuaco
Latour, Bruno (2008). Reensamblar lo social: una introducción a la teoría del actor-red. 1ra. Edición. Traducido por Gabriel Zadunaisky. Buenos Aires: Ediciones Manantial
Murillo, Mario (2011). “Blanca Wiethüchter y la herida que sangra”. En: Velásquez, Mónica (ed.) La crítica y el poeta: Blanca Wiethüchter. La Paz: Plural – Carrera de Literatura
Prada, Ana Rebeca; Virginia, Ayllón; Contreras, Pilar (1998). Memoria de Encuentro: Diálogos sobre Escritura y mujeres. La Paz: Taller Ayllón Bruzonic Contreras Gutiérrez Prada Sélum, Sierpe
Thomson, Sinclair (2010). “Claroscuro andino: Nubarrones y destellos en la obra de Silvia Rivera Cusicanqui”. En: Violencias (re) encubiertas en Bolivia. La Paz: La mirada salvaje/ Editorial Piedra Rota
Rivera C., Silvia (2010). “Experiencias de montaje creativo: de la historia oral a la imagen en movimiento”. En: Violencias (re) encubiertas en Bolivia. La Paz: La mirada salvaje/ Editorial Piedra Rota
Velásquez, Mónica (1998). “Los caminos del yo en la poesía de Blanca Wiethüchter” (a manera de prólogo y señal). En: Wiethüchter, Blanca (1998). La piedra que labra otra piedra. Ediciones La Paz: Plural
Velásquez, Mónica (2010). Demoníaco afán. Lecturas de poesía latinoamericana. La Paz: Plural – University of Pittsburgh
Wiethüchter, Blanca (1997). “Qantatai”. En: (1998) La piedra que labra otra piedra. Ediciones La Paz: Plural
 
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