El Ascensor es una cápsula que trae a la memoria la cinta En la Cama (2005), del chileno Matías Bize. La propuesta análoga coquetea con un sólo espacio cerrado, donde se interceptan desfallecientes corporeidades masculinas próximas a balbucear afligidas historias, aunque no, la húmeda cama de motel donde una desvalida pareja de extraños tiene un encuentro fortuito. La formula alude al reto de la actuación prolongada, y la agilidad de la cámara moviéndose en la estrechez del recinto, para lograr un ritmo, una acción y una tensión que se sobreponga a la parálisis del encierro y la monotonía de la espera. Y sobre todo a la capacidad de introducir a los espectadores en el casillero.
La acción está dada por las palabras que despiden los actores, y su capacidad de evocar emociones empáticas. Intercambio de fluidos verbales para excitar la entumecida intimidad que puede surgir. En uno u otro caso se trata de sacarse la ropa de la interioridad, o los trapos sucios del pudor. Si los cuerpos llegan a ser graciosos y si los personajes, estereotipo de clases sociales, dependen y se acechan mutuamente, se tiene algo entre las manos. Si además, se recurre al primer plano de los calzoncillos abultados y ligeramente almidonados del pequeño delincuente bufón (Alejandro Molina), o los lentes empañados del obrero, supuestamente mayor, calcetines altos, clase media, obsesionado por la venganza (Jorge Arturo Lora), y al vendedor torso yupi del empresario gay (Héctor Suarez), tal vez se pueda esperar un amistoso menage a trois, y en lugar de un ascensor un confesionario, que oscila de arriba abajo.
Confesionario donde cada personaje sube o baja en el forcejeo de la lucha de poder. Si la narración se entiende con esta perspectiva, se aguarda algo truculento para observar la sintaxis del poder disputándose un lugar donde orinar, una lata de papas fritas, o una botella de coca-cola. Sin embargo el postulado de la fe en que el hombre “es bueno por naturaleza”, esa confianza depositada en la ya probada bondad de la naturaleza humana, aplanan a los tres sujetos o por lo menos los liberan de peso y complejidad elevando el ascensor al grado popular de una comedia ligera,entretenida. El desliz recae en separar el entretenimiento de la profundidad, una no excluye a la obra y el film lo intuye, pero lamentablemente no lo aprovecha. El gesto de autor, de Bascopé, salva a los personajes matándolos, castigando la bonachería en una última caída libre. Imprevisible final que recupera el tono independiente de la película.
Sí, El Ascensor se parece a En la Cama, pero tiene más de teatro que el film chileno. Es inevitable no pensar en el teatro cuando se aborda una sola locación, pero habría que preguntarse si el teatro está al servicio del film, o si la cámara HDV digital está al servicio del teatro. Como afirma el director este no es un óbice sino un recurso para mejorar la actuación. Tomás Bascope viene de la tradición teatral y El Ascensor fue inspirado por la obra La Secreta Obscenidad de Cada Día de Marco Antonio de la Parra, en la que actuó, la misma que se desarrolla en una banca de parque. Cama, banca, o ascensor cualquier sencillo marco para contener a los personajes, y abaratar costos, se transforma en un desafío interpretativo. Resta preguntarse qué de Tarantino o de Woody Allen (influencias declaradas del director), empapan la atmósfera del Ascensor. La estética de la mórbida violencia tarantinesca, definitivamente no esta presente, pero sí toca la ironía y el humor de la situación y del diálogo que caracteriza al neurótico Allen.
El Ascensor es una cápsula fácil de tragar, pero no imposible de degustar o disfrutar. Las primeras escenas adolecen de cierta inercia a pesar de ser filmadas en exteriores, pero poco a poco los actores consiguen la complicidad buscada, justamente porque el grado de actuación mejora en verosimilitud y credibilidad. En el estrecho ascensor cada detalle de la actuación y toda pequeña desviación es más visible, y los primeros minutos en el interior tampoco resultan del todo atrayentes. El valor esta en el progresivo avance de la calidad de interpretación de los actores y en el humor que aunque fácil, y ocasionalmente ingenuo, desborda su propia originalidad. El personaje portero, es anodino, ensucia la depresión, y la interpretación no lo supera por ser un estereotipo sin ninguna extrañeza que le aporte interés, y de vuelta al modelo comercial de su rol en la película. No es imposible que un conserje en el encierro se ponga a jugar al soldado Rambo, pero es más interesante la pelota Wilson, a lo Náufrago (2000) de Robert Zemeckis (que ya ha sido objeto de múltiples parodias), que viste como vigilante, y que nos retrotrae a la idea de isla y soledad en la que se encuentran. Humor sí, drama no, la cinta mejor apreciada en pantalla chica, por la calidad de la imagen, depara más de una agradable risa sorprendida. Y eventualmente recuerda que el cine cruceño puede salir del shopping de La Promo (2008) de Jorge Arturo Lora (ahora en el rol de actor), para graduarse aventurar algún sentido volviéndose más introspectivo y dar callados saltos en estos páramos.