El pliegue de los ensueños y la realidad será siempre un proyecto experimental al borde de sus dos ámbitos y la fascinante irrupción de uno en el otro. Sayariy responde a la estética de un cine personal, Mela Márquez lo dice, “SAYARIY es mi Tinku personal: ese encuentro – desencuentro entre mi realidad y mis sueños”.
El clásico Sayariy, filmada en 1985, ofrece aún una singular visión del ritual del Tinku en los andes en las comunidades de Umagila y Fichichua al Norte de Potosí. Acaso un guiño para satanizar el viaje a la ciudad, sugestivamente Sayariy revela también , la distancia entre la otredad y los sueños de la mirada en el cine.
Márquez construye a través del Tinku (encuentro) una metáfora dedicada a la herida de la conquista en América, expresada también en el desencanto de la migración del campo a la ciudad. Sayariy intenta descifrar la cosmovisión andina por este ritual de combate en un imaginario circular y dual. El film no deja de ser influenciado por películas como Vuelve Sebastiana, flirt entre el documental y la ficción, con una voz en off que lleva donde quiere la historia, es decir de retorno a la comunidad, sin importar las vicisitudes que se viven en el campo, otra forma de participar del tour étnico en la historia del cine boliviano
Sin duda el film sobresale por los textos poéticos de Blanca Wiethuchter y su particular visión del mundo andino, destaca por ser expresión del estilo de la escritora, y un precioso registro de las huellas que sigue dejando en la literatura boliviana prefigurada por autores tan intensos como Jaime Saenz (autor que motiva el nuevo proyecto cinematográfico de Mela). Nos encontramos ante una especie de poesía andinista, o una poesía occidental que se mira en el imaginario andino, que produce el cruce y el juego de dos lenguajes.
Sin embargo, la intención de hacer de la película un poema en imagen (palabra e imagen), tropieza, se levanta y vuelve a caer enfrentada con el complejo espacio de la traducción de dos mundos. No se puede ignorar la narración sobrecargada de frases poéticas que se disputan lugar con las imágenes que hablan por sí solas revelando una fotografía en sí misma poética y misteriosa. Es este lugar, el de la imagen sin más o el de los bailes (las risas y las peleas) el que aborda silenciosamente su propia historia seductora al fondo de la pantalla. Imágenes hábilmente captadas en la oscuridad de la noche andina donde se incendia y se provoca el combate, o en el núcleo de las comunidades donde se vive la fiesta.
Como híbrido entre el documental y la ficción una voz en off se apropia de la palabra en Sayariy e incomodas entrevistas cortan la espontaneidad de los personajes interpelados ante la curiosidad de la pantalla. Por estos artilugios otra distancia se mece entre el espectador, el mundo dierético y la realidad cultural aymara. ¿Será que la película aún trasluce la consabida mirada condescendiente, que traduce para sí misma el mundo explorado?, ¿Será la “ferocidad mágica” una domesticidad en el lente que se acomoda para saborear el exotismo del mundo andino?