El domingo 13 de Septiembre se filmó La Última Cinta de Krapp en el Desnivel de La Paz. La obra, inundada luminosamente por la música de Philipp Glass, fue dirigida por Marcos Malavia. Curiosa analogía de cajas chinas en acción, la del recipiente digital que fagocita el momento irrepetible de la actuación teatral.
Como especie aleatoria de teatro filmado no ajena al gusto de un cruel Beckett, la cámara, esta máquina del tiempo fuera del escenario se aprestó en la oscura noche, a registrar la ficción teatral del personaje que atrapa a su vez su propia ficción en añeja grabadora.
¿Cuál es el síndrome de Krapp?: Adicción a la memoria, onanismo del recuerdo que se desvanece y reaparece, que se enciende para apagarse. Así mudada, la infelicidad de krapp nos hace tropezar, una y otra vez, en la lúbrica cáscara de plátano que burlonamente abandona.
Volcada al aullido del gramófono, girando de un instante a un momento, la actuación descubre perezoso suicidio abandonado al paso del tiempo, y al estar, del hombre en una silla rodeado de oscuridad. Una convulsa neurosis del ritual, la repetición, hace que pequeñas acciones o cotidianas maniobras, como levantarse, caminar, sentarse, abrir una caja, cerrar con llave, se transformen en un pesado acto… afirmación de vida. La Última Cinta de Krapp irónicamente recuerda, que es en el eterno retorno del pasado, donde se produce la escalofriante diferencia, que sólo por la similitud deviene terrible revelación.
No cabe duda de que Luis Bredow señala a Beckett durante toda la obra, y se hace krapp por minutos, remontado en el tiempo, desmayado en la barca del gesto, en la amarga y lasciva felicidad sobre una joven mujer perdida en la memoria. Bredow actua con lo invisible, la manía, la mirada, el mohín de la seña. Sin la moneria de las palabras, para qué, ante nosotros, convoca su soledad en el escenario.
Tales malabarismos de la desdicha, nos demoran en el escueto escenario, hasta un finito recuerdo, que es tal vez, un postrero olvido aún sin cumplirse, a los demorados últimos segundos,de vida, sellados, expirados, y sin abrirse en el cajón de un escritorio bajo llave. Y es en la actuación de la muerte donde sobrevienen los aplausos, costumbre extraña a nuestros vicios de impavido público.
El recuerdo es el peor de los castigos, o la mayor de las dichas atisba Borges en el accidentado Funjes el insoportable Memorión perdido en espacio de sus detalladas imagenes, y próximo en otro universo al desastre de Krapp. Tal fascinación es probada en la obra para saber cómo lastima la memoria hendida sobre un feliz recuerdo, entregada a supuesto éxtasis de muerte. Totalmente triste ambiguamente feliz, es el final soñado para nosotros por Becket, en el cuerpo de Krapp.
La Última Cinta de Krapp, es un teatro umbral, traspasándose de un extremo al otro, del júbilo de recuperar "el tiempo perdido" como alborotado Proust, a la certidumbre total del fracaso de la búsqueda; de la persecución de la negra culpa sin tregua, a la posibilidad de capitular en el tiempo. Se dice que el escenario es el único lugar donde no se debe actuar. Tan natural es, sin embargo, protegerse de esta obra, donde irremediablemente se actúa hasta que se deja de actuar, entonces probablemente se comienza a morir.
Es así cómo La Ultima Cinta de Krapp nos convierte repentinamente en actores cómplices, de la inesperada tristeza. Todos somos Krapp engendrados por la pesada sombra de un Beckett. Si despierta después de una futura función con una tristeza oscura, no pregunte por quién doblan estas campanas…