¿De qué color es el cielo?, es un nuevo cortometraje dirigido por Juan Pablo Richter (dos veces ganador del concurso de video Amalia Gallardo de la ciudad de La Paz), que se exhibe actualmente en la olvidada sala Renzo Cota de la Cinemateca Boliviana.
El código recurrente en el corto es la variación de profundidad de campo, y los juegos claro-difusos, del cuadro en movimiento. La saturación de colores es igualmente significativa, en una cinta de treinta minutos, que habla del progresivo encuentro de un hombre con la ceguera. En La Escafandra y la Mariposa (2007) dirigida por Julian Schabel y en Ceguera (2008), a modo de ensayo sociológico de Fernando Meirelles, este proceso se exhibe laberínticamente haciendo uso del mismo recurso: la imagen difusa, y los matices variables de percepción transformando el lente de la cámara en un ojo de la interioridad humana. De esta forma, nombrando por la presencia viva de su opuesto, en ¿De qué color es el cielo? se alude, con vibrante nitidez a la pérdida de visión, y se hace un recorrido que deja más expectativas que resultados. Tal vez porque el contenido está sensiblemente disminuido, en la película formalmente bien hecha.
Cuando se observa un corto generalmente se espera la elaboración de una metáfora o el desarrollo de una vuelta de tuerca en el reducido espacio temporal. ¿De qué color es el cielo? narra brevemente las últimas horas que conducen al lugar donde “el cielo es de todos los colores”. El film evoluciona con la interpolación de estados entre padre e hijo, y es un corto de pérdidas y compensaciones. Paradójicamente cuando el personaje Esteban (Bernardo Arancibia) pierde la vista, recupera la mirada o el espíritu representado en la figura de su pequeño hijo. Apta para corazones fáciles de impresionar, más rosas que rojos, o para la desacomplejada mirada de un niño ¿De qué color es el cielo? es una alegoría a medio camino sin el valioso soporte de la connotación. La cinta algo ingenua, realmente tiene poco de la compleja contemplación sin palabras de La ciudad de Silvia de José Luis Guerin, interminable película franco española, que ha inspirado la labor de dirección de Richter. La linealidad de la tesis universitaria, se pone en evidencia, y literalmente se levanta en una de las últimas escenas, cuando el padre carga al hijo sobre sus hombros y emprende el camino, inocente embriaguez de la contemplación que vuelve a dar vida a la película nombrada como una pregunta.
Como en Verse (2009) del sucrense Alejandro Doria Medina, en este corto los ojos (simbólicos y reales) son nuevamente el escenario de la búsqueda de identidad profunda, sin embargo en ¿De qué color es el cielo? deparan más de la superficie de la visión que la oscura percepción de la naturaleza humana. Libre de verdadera ambigüedad no se puede esperar la tensión que sucitaría, por ejemplo, el demorar y no saber a ciencia cierta cuál de los dos personajes va a perder la visión. El director nos libra fácilmente de tal o cual esfuerzo, así como de la posibilidad de imaginar la enfermedad, (crisis, oportunidad, metamorfosis), o de preveer que ésta pueda transmitirse como estigma de padre a hijo. También se cuida pulcramente de no mostrar más de lo que se ve, es decir, el profundo paisaje, y la multiplicidad de recursos que escapan de cada escenario natural. Economía semántica, elección estética (buena o mala) que vacía el traslucido film. Tal parece que la impaciencia de todos modos devoró a los obradores de una sujestiva propuesta. En este sentido el estimulo del tema ecológico, y el encuentro de dos generaciones, en un mundo desbordante que se contamina y se pierde, se queda atrás tan sólo como una hermosa posibilidad. El legado de la mirada del niño al padre, y el cambio de roles en la historia filial parece reducirse a una bonita historia llena de luz con un agridulce final.
La pregunta ¿De qué color es el caballo blanco de melgarejo?, queda atrapada por la evidencia, y se pierde galopando en el exuberante camino de Yanacachi sin poder resinificar o singularizar la extrañeza del mundo que toca la imagen y que rodea al padre y al hijo tomados tiernamente de la mano. La actuación del benjamín, (Diego Montes), en el papel de Manuel, bello por dentro y por fuera es sin duda acertada, los ingénitos del cine boliviano mejoran en talento instrumentalizado para explotar la emotividad de los dormidos espectadores.