Todavía no se han apagado los ecos del último Festival de Teatro Bertolt Brecht, que ha tenido numeroso público y críticas sesudas firmadas por nuestro gran Xordanov. El día de clausura, Alejandra Lanza presentó el resultado del Rally Teatral, una experiencia de trabajo intenso en la cual una decena de personas afrontó el temible desafío de poner en escena La Máquina Hamlet, de Heiner Müller. Desafío mayor, casi imposible, pero que dio como resultado una puesta ácida y tensa que ojalá se repita en otros festivales de teatro en 2008.
¿Qué diría Shakespeare si leyera la obra de Müller? Uno de los méritos del dramaturgo alemán es el de hacer evidente el drama edipiano de Hamlet: su madre se acuesta con otro hombre que ha asesinado al padre de Hamlet. Hoy, en la era del divorcio, vivimos a diario el drama de ver a la madre en amores con un hombre distinto al padre, doble cara de una tragedia difícil de asimilar.
Pero el texto de Müller es inconexo, no tiene asidero en el espacio ni en el tiempo ni tiene línea dramática. Es una escritura del caos con fragmentos de la parafernalia que nos tocó vivir con la Guerra Fría, el Muro de Berlín y esa omnipresencia del Estado que coarta toda libertad individual. A ello se agrega el matiz autobiográfico, pues Müller se sentía un hijo traidor frente a su padre; creció acompañando a su madre y dos mujeres que tuvo se suicidaron. ¡Menuda relación con el eterno femenino!
Marco Antonio de la Parra describe la obra de Müller como un conjunto de "citas a granel y construcciones en estado de alto voltaje, latencia permanente, una fragilidad amenazante desde la sintaxis hasta el perverso uso de las acotaciones". La obra de Müller es una lectura personal y caprichosa de la obra de Shakespeare, y del intento queda "apenas un resto, un muñón mutante, un híbrido desmadrado, de lo que alguna vez se entendió como escritura escénica."
La extrema libertad del texto determina una extrema libertad para la puesta en escena, al punto que es difícil encontrar dos propuestas de la obra de Müller que se parezcan. De la Parra describe el montaje de Daniel Veronese: hay altavoces que difunden el texto leído en tono neutro y uniforme. Los actores no hablan. Operan muñecos, se disfrazan de ratas, arrojan maniquís con ruedas contra las paredes. Ofelia viste de rojo y fuma en una jaula, tras unas gafas de sol. Suponemos que es Ofelia".
Uno de los aciertos de Alejandra Lanza es duplicar a Hamlet y a Ofelia. Ver a los dos Hamlet separados por un muro y enfrentándose con extrema violencia es una radiografía del drama que vivimos hoy con ese muro que se ha internalizado en nuestras almas. Una Ofelia pende de un paracaídas mientras la otra permanece como crucificada en un andamio durante el desarrollo de la obra.
De este modo se teje un campo magnético que atrapa a los espectadores, que los hipnotiza hasta que, de pronto, Alejandra interpola las notas del Himno Nacional, y los dos soldados exigen al público que se ponga de pie: pocas veces he visto una implicación súbita tan honda del público en la obra teatral